sábado, 31 de octubre de 2009

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS


LOS SANTOS: AMIGOS DE DIOS.


HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI Basílica de San PedroMiércoles 1 de noviembre de 2006

El Romano Pontífice introdujo la celebración y el acto penitencial con estas palabras:
Queridos hermanos y hermanas,
hoy contemplamos el misterio de la comunión de los santos del cielo y de la tierra. No estamos solos; estamos rodeados por una gran nube de testigos: con ellos formamos el Cuerpo de Cristo, con ellos somos hijos de Dios, con ellos hemos sido santificados por el Espíritu Santo. ¡Alégrese el cielo y exulte la tierra! El glorioso ejército de los santos intercede por nosotros ante el Señor; nos acompaña en nuestro camino hacia el Reino y nos estimula a mantener nuestra mirada fija en Jesús, nuestro Señor, que vendrá en la gloria en medio de sus santos.

Queridos hermanos y hermanas:
Nuestra celebración eucarística se inició con la exhortación "Alegrémonos todos en el Señor". La liturgia nos invita a compartir el gozo celestial de los santos, a gustar su alegría. Los santos no son una exigua casta de elegidos, sino una muchedumbre innumerable, hacia la que la liturgia nos exhorta hoy a elevar nuestra mirada. En esa muchedumbre no sólo están los santos reconocidos de forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones, que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento de Dios.
Hoy la Iglesia celebra su dignidad de "madre de los santos, imagen de la ciudad celestial" (A. Manzoni), y manifiesta su belleza de esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. Ciertamente, no le faltan hijos díscolos e incluso rebeldes, pero es en los santos donde reconoce sus rasgos característicos, y precisamente en ellos encuentra su alegría más profunda.
En la primera lectura, el autor del libro del Apocalipsis los describe como "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9). Este pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de Cristo de nuestro tiempo. A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo.
Pero, "¿de qué sirve nuestra alabanza a los santos, nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra?". Con esta pregunta comienza una famosa homilía de san Bernardo para el día de Todos los Santos. Es una pregunta que también se puede plantear hoy. También es actual la respuesta que el Santo da: "Nuestros santos ―dice― no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos" (Discurso 2: Opera Omnia Cisterc. 5, 364 ss).
Este es el significado de la solemnidad de hoy: al contemplar el luminoso ejemplo de los santos, suscitar en nosotros el gran deseo de ser como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia.Esta es la vocación de todos nosotros, reafirmada con vigor por el concilio Vaticano II, y que hoy se vuelve a proponer de modo solemne a nuestra atención.
Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? A esta pregunta se puede responder ante todo de forma negativa: para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Luego viene la respuesta positiva: es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades. "Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará" (Jn 12, 26).
Quien se fía de él y lo ama con sinceridad, como el grano de trigo sepultado en la tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo.
Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, han afrontado a veces pruebas y sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, "han pasado por la gran tribulación ―se lee en el Apocalipsis― y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de él.
La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo (cf. Is 6, 3). En la segunda lectura el apóstol san Juan observa: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3, 1). Por consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor. ¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos entregó totalmente a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda con él.
Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a él, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí mismo, "perderse a sí mismos", y precisamente así nos hace felices.
Ahora pasemos a considerar el evangelio de esta fiesta, el anuncio de las Bienaventuranzas, que hace poco hemos escuchado resonar en esta basílica. Dice Jesús: "Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la justicia" (cf. Mt 5, 3-10). En realidad, el bienaventurado por excelencia es sólo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia.
Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella.
En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5, 48).
Queridos hermanos y hermanas, entramos ahora en el corazón de la celebración eucarística, estímulo y alimento de santidad. Dentro de poco se hará presente del modo más elevado Cristo, la vid verdadera, a la que, como sarmientos, se encuentran unidos los fieles que están en la tierra y los santos del cielo. Así será más íntima la comunión de la Iglesia peregrinante en el mundo con la Iglesia triunfante en la gloria.
En el Prefacio proclamaremos que los santos son para nosotros amigos y modelos de vida.Invoquémoslos para que nos ayuden a imitarlos y esforcémonos por responder con generosidad, como hicieron ellos, a la llamada divina.
Invoquemos en especial a María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Que ella, la toda santa, nos haga fieles discípulos de su hijo Jesucristo. Amén.

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS



EN ESTA SOLEMNIDAD.


Siempre en mi vida de sacerdote, he tenido la oportunidad de vivir esta Gran solemnidad junto a miles de personas con quienes intentamos, cada dia, alcanzar esta menta. Me uno a ellas desde muy lejos, haciendo saber que aqui en Italia, en concreto, en Roma, hace falta mover las conciencias de las distintas personas, para no olvidar el porque hemos sido creados por Dios. Tengo muy presente la respuesta que aquel catequista, de muy nigno, me ha hecho aprender y responder: Para que Dios ha creado al hombre? He respondido: Dios creo al hombre para amarle, servirle, y merezca asi en esta vida, amar a Dios sobre todas las cosas, y alcanzar la Vida eterna. (Es el cielo)". Efectivamente, para esto hemos sido creados por Dios.


Deceo que en esta solemnidad, todos podamos renovar el fin de nuestras vidas.


Presento esta rica omilia, que en su momento, nuestro Papa actual ha pronunciado para todos.


Muchas Felicidades.

CAPPELLA PAPALE PER LA SOLENNITÀ DI TUTTI I SANTI
OMELIA DI SUA SANTITÀ BENEDETTO XVI
Basilica VaticanaMercoledì, 1° novembre 2006

Il Santo Padre ha introdotto la Celebrazione e l'atto penitenziale con le seguenti parole:


Fratelli e sorelle amatissimi, noi oggi contempliamo il mistero della comunione dei santi del cielo e della terra. Noi non siamo soli, ma siamo avvolti da una grande nuvola di testimoni: con loro formiamo il Corpo di Cristo, con loro siamo figli di Dio, con loro siamo fatti santi dello Spirito Santo. Gioia in cielo, esulti la terra! La gloriosa schiera dei santi intercede per noi presso il Signore, ci accompagna nel nostro cammino verso il Regno, ci sprona a tenere fisso lo sguardo su Gesù il Signore, che verrà nella gloria in mezzo ai suoi santi. Disponiamoci a celebrare il grande mistero della fede e dell'amore, confessandoci bisognosi della misericordia di Dio.


Cari fratelli e sorelle,


La nostra celebrazione eucaristica si è aperta con l'esortazione "Rallegriamoci tutti nel Signore". La liturgia ci invita a condividere il gaudio celeste dei santi, ad assaporarne la gioia. I santi non sono una esigua casta di eletti, ma una folla senza numero, verso la quale la liturgia ci esorta oggi a levare lo sguardo. In tale moltitudine non vi sono soltanto i santi ufficialmente riconosciuti, ma i battezzati di ogni epoca e nazione, che hanno cercato di compiere con amore e fedeltà la volontà divina. Della gran parte di essi non conosciamo i volti e nemmeno i nomi, ma con gli occhi della fede li vediamo risplendere, come astri pieni di gloria, nel firmamento di Dio.
Quest'oggi la Chiesa festeggia la sua dignità di "madre dei santi, immagine della città superna" (A. Manzoni), e manifesta la sua bellezza di sposa immacolata di Cristo, sorgente e modello di ogni santità. Non le mancano certo figli riottosi e addirittura ribelli, ma è nei santi che essa riconosce i suoi tratti caratteristici, e proprio in loro assapora la sua gioia più profonda. Nella prima Lettura, l'autore del libro dell'Apocalisse li descrive come "una moltitudine immensa, che nessuno poteva contare, di ogni nazione, razza, popolo e lingua" (Ap 7, 9). Questo popolo comprende i santi dell'Antico Testamento, a partire dal giusto Abele e dal fedele Patriarca Abramo, quelli del Nuovo Testamento, i numerosi martiri dell'inizio del cristianesimo e i beati e i santi dei secoli successivi, sino ai testimoni di Cristo di questa nostra epoca. Li accomuna tutti la volontà di incarnare nella loro esistenza il Vangelo, sotto l'impulso dell'eterno animatore del Popolo di Dio che è lo Spirito Santo.
Ma "a che serve la nostra lode ai santi, a che il nostro tributo di gloria, a che questa stessa nostra solennità?". Con questa domanda comincia una famosa omelia di san Bernardo per il giorno di Tutti i Santi. È domanda che ci si potrebbe porre anche oggi. E attuale è anche la risposta che il Santo ci offre: "I nostri santi - egli dice - non hanno bisogno dei nostri onori e nulla viene a loro dal nostro culto. Per parte mia, devo confessare che, quando penso ai santi, mi sento ardere da grandi desideri" (Disc. 2; Opera Omnia Cisterc. 5, 364ss). Ecco dunque il significato dell'odierna solennità: guardando al luminoso esempio dei santi risvegliare in noi il grande desiderio di essere come i santi: felici di vivere vicini a Dio, nella sua luce, nella grande famiglia degli amici di Dio. Essere Santo significa: vivere nella vicinanza con Dio, vivere nella sua famiglia. E questa è la vocazione di noi tutti, con vigore ribadita dal Concilio Vaticano II, ed oggi riproposta in modo solenne alla nostra attenzione.
Ma come possiamo divenire santi, amici di Dio? All'interrogativo si può rispondere anzitutto in negativo: per essere santi non occorre compiere azioni e opere straordinarie, né possedere carismi eccezionali. Viene poi la risposta in positivo: è necessario innanzitutto ascoltare Gesù e poi seguirlo senza perdersi d'animo di fronte alle difficoltà.
"Se uno mi vuol servire - Egli ci ammonisce - mi segua, e dove sono io, là sarà anche il mio servo. Se uno mi serve, il Padre lo onorerà" (Gv 12, 26). Chi si fida di Lui e lo ama con sincerità, come il chicco di grano sepolto nella terra, accetta di morire a sé stesso. Egli infatti sa che chi cerca di avere la sua vita per se stesso la perde, e chi si dà, si perde, trova proprio così la vita (Cfr Gv 12, 24-25). L'esperienza della Chiesa dimostra che ogni forma di santità, pur seguendo tracciati differenti, passa sempre per la via della croce, la via della rinuncia a se stesso. Le biografie dei santi descrivono uomini e donne che, docili ai disegni divini, hanno affrontato talvolta prove e sofferenze indescrivibili, persecuzioni e martirio. Hanno perseverato nel loro impegno, "sono passati attraverso la grande tribolazione - si legge nell'Apocalisse - e hanno lavato le loro vesti rendendole candide col sangue dell'Agnello" (v. 14). I loro nomi sono scritti nel libro della vita (cfr Ap 20, 12); loro eterna dimora è il Paradiso. L'esempio dei santi è per noi un incoraggiamento a seguire le stesse orme, a sperimentare la gioia di chi si fida di Dio, perché l'unica vera causa di tristezza e di infelicità per l'uomo è vivere lontano da Lui.
La santità esige uno sforzo costante, ma è possibile a tutti perché, più che opera dell'uomo, è anzitutto dono di Dio, tre volte Santo (cfr Is 6, 3). Nella seconda Lettura, l'apostolo Giovanni osserva: "Vedete quale grande amore ci ha dato il Padre per essere chiamati figli di Dio, e lo siamo realmente!" (1 Gv 3, 1). È Dio, dunque, che per primo ci ha amati e in Gesù ci ha resi suoi figli adottivi. Nella nostra vita tutto è dono del suo amore: come restare indifferenti dinanzi a un così grande mistero? Come non rispondere all'amore del Padre celeste con una vita da figli riconoscenti? In Cristo ci ha fatto dono di tutto se stesso, e ci chiama a una relazione personale e profonda con Lui. Quanto più pertanto imitiamo Gesù e Gli restiamo uniti, tanto più entriamo nel mistero della santità divina. Scopriamo di essere amati da Lui in modo infinito, e questo ci spinge, a nostra volta, ad amare i fratelli. Amare implica sempre un atto di rinuncia a se stessi, il "perdere se stessi", e proprio così ci rende felici.
Così siamo arrivati al Vangelo di questa festa, all'annuncio delle Beatitudini che poco fa abbiamo sentito risuonare in questa Basilica. Dice Gesù: Beati i poveri in spirito, beati gli afflitti, i miti, beati quelli che hanno fame e sete della giustizia, i misericordiosi, beati i puri di cuore, gli operatori di pace, i perseguitati per causa della giustizia (cfr Mt 5, 3-10). In verità, il Beato per eccellenza è solo Lui, Gesù. È Lui, infatti, il vero povero in spirito, l'afflitto, il mite, l'affamato e l'assetato di giustizia, il misericordioso, il puro di cuore, l'operatore di pace; è Lui il perseguitato a causa della giustizia. Le Beatitudini ci mostrano la fisionomia spirituale di Gesù e così esprimono il suo mistero, il mistero di Morte e Risurrezione, di Passione e di gioia della Risurrezione. Questo mistero, che è mistero della vera beatitudine, ci invita alla sequela di Gesù e così al cammino verso di essa. Nella misura in cui accogliamo la sua proposta e ci poniamo alla sua sequela - ognuno nelle sue circostanze - anche noi possiamo partecipare della sua beatitudine. Con Lui l'impossibile diventa possibile e persino un cammello passa per la cruna dell'ago (cfr Mc 10, 25); con il suo aiuto, solo con il suo aiuto ci è dato di diventare perfetti come è perfetto il Padre celeste (cfr Mt 5, 48).
Cari fratelli e sorelle, entriamo ora nel cuore della Celebrazione eucaristica, stimolo e nutrimento di santità. Tra poco si farà presente nel modo più alto Cristo, vera Vite, a cui, come tralci, sono uniti i fedeli che sono sulla terra ed i santi del cielo. Più stretta pertanto sarà la comunione della Chiesa pellegrinante nel mondo con la Chiesa trionfante nella gloria. Nel Prefazio proclameremo che i santi sono per noi amici e modelli di vita. Invochiamoli perché ci aiutino ad imitarli e impegniamoci a rispondere con generosità, come hanno fatto loro, alla divina chiamata. Invochiamo specialmente Maria, Madre del Signore e specchio di ogni santità. Lei, la Tutta Santa, ci faccia fedeli discepoli del suo figlio Gesù Cristo! Amen.