jueves, 8 de marzo de 2012

EL CELO DE TU CASA ME CONSUME

Saludos queridos amigos y deceo de corazón a todos buenos frutos de la Gracia de Dios en este tiempo de Cuaresma. A propósito del próximo domingo tercero de este tiempo consideramos una escena conmovedor: El Hijo de Dios que expulsa a los mercaderos en el Templo de Jerusalén. Será reflejo de la triste realidad de la expulsión de Eva y Adán del Paraiso?. Pero sin duda alguna refleja la ceguera humana ante la Grandiosidad de todo lo referente a Dios. Con que facilidad somos capaces de desacralizar todo lo sacro. Creo que es necesario pedir a Dios nos conceda esta sensibilidad en la vida diaria y trabajar para que los hombres tengamos esta misma sensibilidad para acceder a todo lo referente de Dios. Frente a esta fuerza del materialismo y todas sus consecuencias en la vida actual, pidamos a Dios, Santo, tener un "Santo Temor de Dios" cada vez que tomemos parte a todo lo dedicado a Dios, lo pienso para mi, como sacerdote.

(Escena pictografica del Carabaggio)

Era normal que los Apóstoles que le acompañaban y acaso alguien más, recordase el contenido del Salmo 69 (68), 10: ‘Me consume el celo de tu casa’. Sí. Casi podríamos afirmar que el ambiente de recogimiento y oración, que era lo más propio de aquel lugar, se vería seriamente alterado si no era inexistente.

Espero sirva el siguiente texto escrita por San Juan Crisostomo:

"Me preguntaréis: ¿por qué Cristo obró de esa manera y demostró con esos severidad y dureza tales como en ninguna otra ocasión, ni siquiera cuando fue insultado, cuando se burlaron de Él o le llamaron «samaritano» y «endemoniado»? Pues, no contentándose con las palabras, hizo un látigo de cuerdas y los echó por ese medio. Cuando Jesús hace el bien a sus hermanos, los judíos protestan y se enfadan. En cambio, cuando les riñe con aspereza, no se enfurecen, como sería de esperar, ni pronuncian palabra injuriosa ninguna al ver aquello, sino que se limitan a preguntarle: «¿Qué signo nos das para comportarte así?». Tanta era su envidia que no podían soportar los beneficios a otros concedidos. Por lo que hace al Salvador, una vez dijo que habían convertido el templo en una cueva de ladrones, queriendo indicar así que todo lo allí vendido era fruto del robo, de rapiñas y de especulaciones ilícitas. La otra vez, por el contrario, dijo sólo que habían convertido el templo en una casa de comercio, denunciando con sus palabras la bajeza de sus negociaciones.

Pero, ¿qué le movió a obrar así? Como se disponía a sanar enfermos en sábado y a hacer otras cosas que eran consideradas por éstos transgresiones a la ley, para no aparecer como enemigo de Dios y como si hubiera venido a obrar todo eso como rival del Padre, el Salvador se comporta desde el primer momento de manera que claramente refute una idea tan desatinada. Jesús, que tanto celo demostraba por el honor del templo, no podía ser adversario del dueño del templo, de quien era adorado en él. Bastaban, por otra parte, los años ya pasados, durante los cuales Él había vivido en un absoluto respeto a la ley, para demostrar su obediencia y reverencia al autor de la ley y que no había venido para combatir ésta. Pero como, probablemente, aquellos años serían olvidados, porque no eran conocidos a todos, pues Él se crió en una familia humilde y modesta, en presencia de todos realizó esta obra, no sin grave peligro, en presencia de la multitud que allí se hallaba presente porque había acudido a la fiesta. No se limitó a echarlos, sino que, además, volcó sus mesas y derramó por tierra el dinero para convencerles de que quien corría tales riesgos por defender el honor de aquella casa, ciertamente no podía ser que despreciara a su dueño. Si al obrar así estuviera fingiendo, se habría contentado con amonestarles, pero exponerse a tanto peligro es, en verdad, una gran muestra de valor. No era cosa pequeña exponerse a la furia de los mercaderes y exponerse a provocar la reacción de una muchedumbre de hombres embrutecidos de alguien que quiere disimular, sino el de quien está dispuesto a padecer y correr peligros por defender el honor del templo. De ese modo, demuestra el Salvador que está completamente de acuerdo con el Padre tanto con las palabras como con las obras. No llamó al templo «casa santa», sino «casa de mi Padre». Llama a Dios su Padre y, al principio, los judíos no reaccionan ante esto, pues no entienden que haya que dar importancia especial a esas palabras. Pero como luego, a lo largo de su discurso, se expresó más claramente, llegando a declarar su perfecta igualdad con el Padre, se enfurecieron. ¿Qué le preguntaron entonces? «¿Qué signo nos das para comportarte así?» ¡Qué desatada locura! ¿Qué necesidad había de un signo para que dejaran de obrar y libraran el templo de tanta vergüenza? El gran celo por la casa de Dios de que hizo gala, ¿no era ya, acaso, un signo evidentísimo de ser sobrehumana su virtud? Así lo reconocieron los más prudentes, incapaces de engañarse sobre este particular. «Sus discípulos recordaron entonces lo que está escrito: el celo de tu casa me devora». Los judíos, en cambio, no se acordaron de la profecía y preguntaron: «¿Qué signo nos das?», pues les afligía la pérdida de su indigno negocio y esperaban evitar su pérdida invitándole a darles un signo que luego pudieran rebatir. Por lo cual, Él no les dio signo ninguno. Cuando por primera vez se le acercaron para solicitar de Él una señal, les dijo: «Esta generación perversa y adúltera pide una señal, pero no les será dada otra que la de Jonás». En esa ocasión se pronuncia más claramente, mientras que aquí lo hace con cierta reserva y ello en razón de su ignorancia. Quien socorría al que nada le había pedido y quien por doquier hacía prodigios no habría rechazado su solicitud de no haber comprendido cuán perversa y fraudulenta era el alma de aquéllos." (Cf. San Juan Crisóstomo, Biblioteca de Patrística 15, Editorial Ciudad Nueva, Madrid, pp. 282-28)