viernes, 16 de marzo de 2012

"TANTO AMO DIOS AL MUNDO"

Este cuarto domingo de Cuaresma nos presenta la realidad del Amor de Dios manifestado en el Hijo, que se dispuso a sufrir para salvarnos. Nos quedamos cortos al intentar dar una respuesta ante esta verdad, pero la encontramos en Sagrada Escritura: "Tanto amó Dios al mundo". Ya San Agustin, considerando con profundidad los textos de la Escritura afirma que la Obra de la Salvación no es debida a méritos humanos sino que es debida a la Gracia, don de Dios. Ahora todo depende de nosotros, !que grande es nuestra libertad!


Acontinuación les coloco algunos textos que nos pueden iluminar y aprovechar la liturgia del próximo domingo. Saludos.

Las palabras «tanto amó Dios al mundo...» (v. 16) las comenta Juan Pablo II diciendo que «nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios. Ellas manifiestan también la esencia misma de la soterología cristiana, es decir, de la teología de la salvación. Salvación significa liberación del mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del sufrimiento. Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al “mundo” para librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento. Contemporáneamente, la misma palabra “da” (“dio”) indica que esta liberación debe ser realizada por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. Y en ello se manifiesta el amor, el amor infinito, tanto de ese Hijo unigénito como del Padre, que por eso “da” a su Hijo. Éste es el amor hacia el hombre, el amor por el “mundo”: el amor salvífico» (Salvifici doloris, n. 11).


La entrega de Cristo constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor: Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto de entregar por nosotros a su Hijo Unigénito (Jn 3,16), si nos espera —¡cada día!— como esperaba aquel padre de la parábola a su hijo pródigo (cfr Lc 15,11-32), ¿cómo no va a desear que lo tratemos amorosamente? Extraño sería no hablar con Dios, apartarse de Él, olvidarle, desenvolverse en actividades ajenas a esos toques ininterrumpidos de la gracia (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 251).


"Muchos de los que son más desidiosos, abusando de la divina clemencia, para multiplicar sus pecados y acrecentar su pereza, se expresan de este modo: No existe el infierno; no hay castigo alguno; Dios perdona todos los pecados. Cierto sabio les cierra la boca diciendo: No digas: Su compasión es grande. El me perdonará la multitud de mis pecados. Porque en El hay misericordia, pero también hay cólera y en los pecadores desahoga su furor[1]. Y también: Tan grande como su misericordia es su severidad[2].

Dirás que en dónde está su bondad si es que recibiremos el castigo según la magnitud de nuestros pecados. Que recibiremos lo que merezcan nuestras obras, oye cómo lo testifican el profeta y Pablo. Dice el profeta: Tú darás a cada uno conforme a sus obras[3]; y Pablo: El cual retribuirá a cada uno según sus obras[4]. Ahora bien, que la clemencia de Dios sea grande se ve aun por aquí: que dividió la duración de nuestra vida en dos partes; una de pelea y otra de coronas. ¿Cómo se demuestra esa clemencia? En que tras de haber nosotros cometido infinitos pecados y no haber cesado de manchar con crímenes nuestras almas desde la juventud hasta la ancianidad, no nos ha castigado, sino que mediante el baño de regeneración nos concede el perdón; y más aún, nos da la justicia de la santificación" (Cf. Juan Crisostomo, homilias sobre el evangelio de san Juan/1, hom. 28, ed. Ciudad Nueva 15, 2da, ed. 2001 Madrid).


[1] Sir 5, 6.

[2] Sir 16, 12.

[3] Sal 61, 12.

[4] Rm 2, 6.

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